Guantes Blancos

 

Era una tibia, inolvidable e incomparable
noche de un siete de Septiembre,
treinta y cuatro años ya.

Germinando desde el fondo de la tierra,
cual impetuosa semilla que se asoma
a una vida nueva,
llegué muy tarde
y emocionado a nuestro hogar.

Aquel anciano y Venerable Maestro
aquella noche me conminó:
¡ De pié y al Orden !...
a replegarme en la conciencia
y efectuar,
la más intima elección
con palabras eternas:
mujer, símbolo, amor,
en una posterior reflexión.

Atisbando el suave titilar
de aquellas estrellas noctambulas,
escudriñando en el Universo,
te elejí para ello sin dudar,
entre amigas, amadas, madre, novias,
hermanas e hijas; entre todas,
cómo la mujer
de mis más preciados afectos.

Sabiendo, con certeza absoluta,
en lo profundo de la conciencia,
que en mi vida toda
sólo a una podría distinguir,
con tan único e irrepetible presente,
con tan excelso homenaje.

Con vestiduras de gala
me acerqué a ti,
sin vacilar un instante,
para en tus manos depositar
la más sublime ofrenda de amor,
que a mujer alguna
el Iniciado pueda obsequiar.

Como portador de tan magno y simbólico
obsequio de los hombres y más,
aquella noche me acerqué a tu lado,
y tras besar tu mejilla,
deposité en tus morenas manos,
las mismas que me acariciaron al nacer,
aquel delicado par de guantes blancos,
que sólo a la Elejida podía yo ofrecer.

Sonreiste...

Lás páginas del tiempo
transcurrieron presurosas escribiendose a tu lado,
en mi vida adulta junto a ti,
aprendí a comprender, a entender,
la dureza y el rigor del existir,
las tristezas del vivir y devenir,
y tu solitario navegar
por los mares de la vida,
con amores ausentes,
con el dolor permanente del amado extinto
y los hijos ya difuntos, lejanos.

Cada día junto a ti,
era un nuevo descubrir.
Te regalé nuera, nietas y bisnieta
y al renacer con ello la vida,
renacian tus sonrisas,
tus canciones de cuna,
tu tejer y tu pintar.

Pero la vida,
aquella que tu me obsequiaste,
así desnuda como llega,
también así se va,
y tras tus ancianos días,
en una triste tarde invernal,
tus ojos se apagaron para siempre,
aquellos que al cerrar pude besar,
enseñandome una vez más,
que nada es alegría eterna
y que todo comienzo,
debe algún día terminar.

Tras tu partida,
entre mis humedas mejillas,
ordenando tus recuerdos,
mi corazón se sorprendió
una noche al encontrar,
entre tus tesoros guardados,
aquel simbólico, sublime y ya añoso par
de guantes blancos
que sólo yo te pude dar.

N.Q.C.
Octubre 29, 2010